El próximo martes es 3 de junio y en Uruguay, en la ciudad de Florida, se celebra la memoria de San Cono, monje benedictino, cuya imagen fue traída por inmigrantes italianos desde Teggiano, Salerno, donde este santo es recordado y venerado.
Imaginemos ahora una gran aglomeración de fieles frente al pequeño santuario, esperando la salida del sacerdote (o tal vez del obispo) para dar una bendición. Lo que debía producirse en un corto lapso, se fue demorando, pero, finalmente, apareció el ministro. Sin embargo, no podía hablar y se comunicaba por señas ¿qué le habría pasado? ¿tal vez una visión?
Repito lo que dije: “imaginemos”… pero algo así nos cuenta el evangelio de Lucas, en el primer capítulo, con motivo de la anunciación a Zacarías, quien sería el padre de Juan el Bautista. Zacarías se encontraba en el interior del santuario y debía salir para bendecir al pueblo, pero no pudo hacerlo ya que quedó mudo. La bendición quedó frustrada.
Vale la pena recordar esto, porque la última acción de Jesús que aparece en el evangelio de Lucas es su bendición a los discípulos. También creo que es lindo recordar que el último esfuerzo pastoral del papa Francisco, antes de entregar a Dios su vida, fue, precisamente impartir la bendición “urbi et orbi”, a la ciudad y al mundo. Y sin irnos tan lejos, al final de cada Misa y de otras celebraciones esperamos recibir la bendición.
Todo esto para hacer notar que el evangelista Lucas quiso iniciar su ordenado relato sobre los acontecimientos que se cumplieron y las enseñanzas que se recibieron de Jesús (cf. Lucas 1,1-4) con la bendición que no pudo ser dada por Zacarías y cerrarlo con la bendición, ahora sí, dada por Jesús resucitado.
La bendición de Dios está presente desde el comienzo de la historia de la salvación, ya desde la creación del mundo. Su significado esencial es la vida y la fecundidad, que se expresa tanto en la descendencia biológica como en la espiritual.
En esto último, una referencia fundamental es la promesa de Dios a Abraham:
«Yo te colmaré de bendiciones y multiplicaré tu descendencia como las estrellas del cielo y como la arena que está a la orilla del mar. (…) por tu descendencia se bendecirán todas las naciones de la tierra, ya que has obedecido mi voz». (Génesis 22,17-18)
Esa promesa se cumple plenamente en Jesús, “descendiente de Abraham” (Lucas 3,34). Jesús es, en efecto, esa “descendencia” por la cual serán bendecidos todos los pueblos de la tierra. Por cierto, la bendición de Jesús es mucho más que el momento puntual de su despedida en la ascensión; todo su ser y toda su vida son bendición para la humanidad. Eso es lo que está representado en este gesto:
Jesús los llevó hasta las proximidades de Betania y, elevando sus manos, los bendijo. (Lucas 24,50)
Betania, recordemos, cerca de Jerusalén, es el pueblo donde vivían Marta, María y Lázaro, los hermanos amigos de Jesús. Una familia de hermanos y hermanas, signo de la comunidad eclesial, que acoge a Jesús en su casa.
Jesús eleva sus manos. Las manos son símbolo de nuestras obras buenas o malas. Pueden dar vida o dar muerte, acariciar o golpear, dar pan al hambriento o quitárselo. Jesús levanta sus manos. Son manos que siempre han bendecido comunicando vida, perdón, sanación.
Este gesto de Jesús tiene su tradición en el Antiguo Testamento. Leemos en el libro del Levítico:
Aarón extendió sus manos hacia el pueblo y lo bendijo. (Levítico 9,22)
En el libro del Eclesiástico se describe la bendición del sacerdote Simón:
Él descendía y elevaba las manos sobre toda la asamblea de los israelitas, para dar con sus labios la bendición del Señor y tener el honor de pronunciar su Nombre.
Y por segunda vez, el pueblo se postraba para recibir la bendición del Altísimo.
(Eclesiástico 50,20-21)
La bendición de Jesús resucitado, al final del Evangelio de Lucas, se contrapone a la bendición que no pudo dar Zacarías al comienzo. También se contrapone en parte con la bendición de Simón que descendía bendiciendo, mientras Jesús asciende bendiciendo.
Esa bendición que Jesús da permanecerá sobre toda la humanidad.
Mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al cielo. (Lucas 24,51)
La escena es muy sugestiva y los artistas la han pintado en numerosas ocasiones. Jesús aparece elevándose por sobre las cabezas de sus discípulos y uno puede imaginar a Jesús subiendo y subiendo en el espacio, como lo haría una nave espacial, hasta quedar fuera de la vista. En realidad, eso corresponde a la manera de interpretar el mundo de los antiguos hebreos. Por sobre la tierra había siete cielos superpuestos y en el séptimo cielo se encontraba el trono de Dios; de modo que para llegar a sentarse a la derecha del Padre, Jesús debía hacer ese itinerario.
Sin embargo, el versículo que sigue a continuación nos hace pensar en algo diferente:
Los discípulos, que se habían postrado delante de él, volvieron a Jerusalén con gran alegría, y permanecían continuamente en el Templo alabando a Dios. (Lucas 24,52)
¿Por qué están tan alegres los discípulos después de haber visto al Señor alejándose de manera definitiva? Era de esperar, más bien, que quedaran desconcertados y tristes. Esa alegría solo puede venir de un hecho: los discípulos no se sienten abandonados. Están seguros de que Jesús sigue presente de una forma nueva y poderosa. Puede parecernos extraña la fórmula: pero Jesús “sentado a la derecha del Padre” no está lejos, sino con un nuevo modo de presencia que ya no se puede perder.
Antes de la bendición, Jesús les había entregado una misión y una promesa. La misión:
En su Nombre [el nombre de Jesús] debía predicarse a todas las naciones la conversión para el perdón de los pecados. (Lucas 24,47)
La promesa: el don del Espíritu Santo.
yo les enviaré lo que mi Padre les ha prometido. Permanezcan en la ciudad, hasta que sean revestidos con la fuerza que viene de lo alto. (Lucas 24,49)
La bendición de Dios, en el sentido pleno de la palabra, es su Espíritu Santo. No es un don más; es Dios mismo que se nos da. Llenos de la fuerza del Espíritu, los discípulos llevaron -y siguen llevando- el Evangelio hasta los confines del mundo.
El próximo domingo celebraremos Pentecostés. Que en este tiempo de comienzos del pontificado de León XIV reciba todo el Pueblo de Dios el don del Espíritu para seguir caminando juntos en la misión de anunciar la salvación a cada persona de este mundo, comenzando por quienes están más cerca.
Consagración al Sagrado Corazón
En el sesquicentenario de la consagración del Uruguay al Sagrado Corazón de Jesús, nos reuniremos en el santuario del Cerrito de la Victoria, en Montevideo, el jueves 12 de junio, a las 16 horas, para celebrar la Eucaristía y renovar ese acto de amor que realizó hace 150 años el beato Jacinto Vera.
Gracias amigas y amigos. Que los bendiga Dios todopoderoso: Padre, Hijo y Espíritu Santo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario