Después de escuchar relatos de las apariciones de Jesús, después de contemplarlo como Buen Pastor el domingo pasado, el evangelio de hoy nos lleva de nuevo al Jueves Santo, a la última cena, “después que Judas salió”; es decir, en el momento en que Judas abandona a Jesús y a los discípulos para consumar su traición. Un poco antes se lee:
Y en seguida, después de recibir el bocado, Judas salió. Ya era de noche. (Juan 13,30)
En el lugar de la cena, está Jesús, luz del mundo. Afuera, hacia donde se marcha Judas, están las tinieblas. Se cumple lo que Jesús dijo a Nicodemo:
La luz vino al mundo, y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz, porque sus obras eran malas. (Juan 3,19)
Volvamos nosotros a la luz. En las palabras de Jesús, resplandece la gloria de Dios:
Ahora el Hijo del hombre ha sido glorificado y Dios ha sido glorificado en él. Si Dios ha sido glorificado en él, también lo glorificará en sí mismo, y lo hará muy pronto. (Juan 13,31-32)
Dice Jesús que Dios lo ha glorificado y Dios ha sido glorificado en Él. ¿De qué gloria está hablando? Los seres humanos conocemos de glorias militares, de glorias deportivas… se trata siempre de triunfos, de superioridad, de algo que coloca al vencedor por encima del resto de los mortales… Precisamente en el momento en que Judas se va, para preparar la entrega del maestro, Jesús manifiesta que ahora “ha sido glorificado”. Y ya sabemos lo que viene para Jesús: la oración agónica en el Huerto, el prendimiento, el juicio, la pasión y la cruz. Podríamos pensar que no, que no es eso, que con la glorificación Jesús se está refiriendo a lo que vendría después, a su resurrección… y, sin embargo, Jesús comienza a ser glorificado allí, en su camino al Calvario.
La gloria del Hijo de Dios comienza a manifestarse desde el momento en que se inicia su existencia como hombre:
Y la Palabra se hizo carne
y habitó entre nosotros.
Y nosotros hemos visto su gloria,
la gloria que recibe del Padre como Hijo único,
lleno de gracia y de verdad.
(Juan 1,14)
Dios es glorificado cuando muestra su amor trayéndonos la salvación. La encarnación de Jesús en el seno de María es ya un acto de salvación. A partir de allí, Jesús será glorificado y Dios será glorificado en él, en cada signo de su amor por nosotros, hasta llegar al signo supremo de su entrega en la cruz. La gloria de Jesús está en dar su vida revelando así al mundo hasta dónde llega el amor de Dios hacia el hombre.
Jesús cambia ahora el tema de su discurso y se dirige a sus discípulos de una manera muy cariñosa, pero que, a la vez, nos resulta un poco extraña. Jesús los llama “hijitos” o “hijos míos”.
Hijos míos, ya no estaré mucho tiempo con ustedes. (Juan 13,33a)
Este detalle, llamar a sus discípulos “hijitos”, en esa forma tan tierna y, al mismo tiempo, anunciar que le queda poco tiempo con ellos, ubica este discurso de Jesús entre otros que encontramos en la Sagrada Escritura; discursos de despedida, que son un verdadero testamento: lo que un padre quiere dejar a sus hijos, tanto si se trata de su familia de sangre como de sus hijos espirituales.
¿Cuál es, entonces, el testamento de Jesús a sus discípulos, sus “hijitos”?
Les doy un mandamiento nuevo: ámense los unos a los otros.
Así como Yo los he amado, ámense también ustedes los unos a los otros. (Juan 13,34)
Es el amor recíproco, el amor que debe darse al interior de la comunidad de los discípulos de Jesús.
No es el amor al prójimo, ejemplificado en la parábola del buen samaritano, el amor a una persona desconocida, como aquel herido del camino, ante quien se siente compasión y se actúa con caridad.
Tampoco se trata, por supuesto, del amor a los enemigos, el que muestra Jesús en la cruz perdonando a sus verdugos y orando por ellos para que el Padre no les tenga en cuenta su pecado.
El amor recíproco es el amor entre las tres personas de la Santísima Trinidad. Más aún, la tercera persona, el Espíritu Santo, es el amor que va del Padre al Hijo y del Hijo al Padre.
Humanamente, el amor recíproco supone al menos dos voluntades. Es un amor de alianza. Es el amor de los hermanos en la fe. Es el amor de los amigos, que se hace comunión de almas y es el amor de los esposos que se hace comunión de almas y cuerpos.
Jesús lleva el amor a su mayor altura, a su expresión más grande, dando la vida:
No hay amor más grande que dar la vida por los amigos. (Juan 15,13)
Esa es la medida que Él pone para el amor recíproco: ámense unos a otros como yo lo he amado. Pero no se trata solo de un ejemplo. Es recibiendo el amor de Jesús como encontramos la fuerza de amar, la capacidad de dar la vida. Eso puede llegar “hasta el extremo”, como hizo Jesús; pero él mismo fue “dando la vida” en sus encuentros con distintas personas, curando, sanando, perdonando, levantando de la muerte…
Para nosotros, vivir el amor recíproco en comunidad, en familia, en la amistad, es un acto de fe, de confianza en Dios y en su promesa. Ese amor se concreta en pequeños o grandes servicios; en momentos clave o en largas secuencias; en palabras oportunas o en atenta escucha; en muchas formas de acompañar y estar presente. El amor es creativo y encuentra siempre formas concretas de ser vivido, de ser realizado.
Toda entrega de amor tiene un paso inevitable por la cruz, por el lugar donde Cristo entregó su vida. Para cada uno de nosotros ese paso, ese lugar, pueden ser diferentes; pero siempre nos llevarán a unirnos a Jesús, a su pasión y a su entrega de amor.
Decíamos que el mandamiento de Jesús es un mandamiento hacia adentro, a ser vivido en la comunidad; pero tiene también una dimensión “hacia afuera”:
En esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos: en el amor que se tengan los unos a los otros. (Juan 13,35)
El amor recíproco se hace testimonio visible y atrayente. Todos recordamos la vida en unidad de la primera comunidad, como nos narra Hechos de los Apóstoles:
Ellos alababan a Dios y eran queridos por todo el pueblo. Y cada día, el Señor acrecentaba la comunidad con aquellos que debían salvarse. (Hechos 2,47)
Una vez más, recibamos el mandamiento nuevo que nos ha dejado Jesús. Los mandamientos de Jesús no deben ser recibidos como una carga que se impone sobre nuestros hombros, sino como una gracia, como un regalo de su amor, como un camino hacia la vida en plenitud. “Como yo lo he amado” son las palabras con las que Jesús nos recuerda que Él nos ha dado su amor; y en Él, y nunca sin Él, podremos amar y amarnos mutuamente como Él nos amó.
Gracias, amigas y amigos por su atención. Que los bendiga Dios todopoderoso: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Amén.
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